Cadáveres exquisitos


¡Surrealismo!
Si algo se puede asegurar de los surrealistas es que sabían cómo pasárselo bien.
¡Libertad, rabia, desmadre, juego, imaginación!
Uno de los juegos favoritos de los surrealistas fue el de Cadáveres exquisitos. Los surrealistas intentaban crear con espontaneidad absoluta. Freud ya había revolucionado la Historia al descubrir que, de nosotros, sólo conocemos la parte más superficial y que, abajo, siempre abajo, se mueve un magma de vivencias inconscientes que, sin que lo sepamos, determinan nuestra conducta y nuestra existencia. Los surrealistas creyeron -creen; creemos- que en el subconsciente hay un yacimiento de creatividad y belleza que es un placer explorar.

En el taller jugamos a Cadáveres exquisitos. El sistema es que el primer escritor o escritora escribe un verso o línea. El siguiente continúa, pero el tercero sólo puede leer el segundo verso, y la cuarta el tercero y así sucesivamente.

Estos dos cadáveres son los mejores y con los que más nos reímos. Porque las risas eran incontenibles y crecientes, seriamente os lo digo.

Cadáver ganador:

Había un chico rubio y uno moreno.
Los dos eran muy guapos.
Altos, confiados, pero también unos cretinos.
Unos sanguinarios e hipócritas asesinos.
Aquellos que ya se habían cobrado las vidas de inocentes. Los campos franceses habían sido regados con la sangre de los revolucionarios. Tan jóvenes todos, pero habían muerto por traer cambios, por sus compañeros y por sus ideas.
Los belgas habían arrasado todo. Sólo quedaban los cuerpos franceses y su sangre regando el campo.
Quién lo iba a decir.

Accésit:

La luna me derribó en el camino.
Al menos así me sentí yo, como cayendo.
Caía al poco de mi propio vicio y penuria.
Desolación, sentimiento de tristeza y rabia.
Y un pensamiento de derrota recorría mi cabeza entonces.
La impotencia era sobrecogedora, ya no había nada que hacer, nada que lo pudiera remediar.
La hora había llegado ya no había vuelta atrás.
Porque, una vez que se escapa, la oportunidad no vuelve más.

Y otro más:

Por no atropellar al perro, choqué contra la farola. Una mujer muy alta gritó.
Yo sentía un fuerte dolor en la cabeza, en parte por el golpe, pero también por el chillido.
Ese sonido que seguía resonando en mis oídos, retumbando en mi cabeza, que ya no sentía el golpe, sólo retenía el eco.
Ese sonido ensordecedor que me bloquea los oídos y la mente. 
¿Por qué? Me pregunto, pero no se me ocurren las palabras. al girarme, de pronto el cadáver ya no estaba ahí, pero las manchas en la alfombra seguían ahí. 
Al girarme de nuevo estaba en la ventana de la cocina sentado en el bordillo con la mano encima de tu planta. 
Horror: el perro en la moqueta y yo a punto de suicidarme. ¿Estaba loco?

No hay comentarios:

Publicar un comentario

¡Recomienda este blog!